El passat 7 de febrer em van publicar un article sobre l’independentisme català a l’important diari colombià El Tiempo. És aquest:
A propósito de la reciente declaración de soberanía del Parlament de Cataluña.
“Desde hace 500 años los catalanes hemos sido unos imbéciles. ¿Se trata entonces de dejar de ser catalanes? No, se trata de dejar de ser imbéciles.” Esta sentencia del editor y escritor Joan Sales en plena postguerra civil española es algo más que un chiste. Es el telón de fondo mental de gran parte de la sociedad catalana de hoy.
Cataluña es un país, o una región, según se mire, del noreste de España, que limita al norte con Francia. Un pueblo con historia -documentada desde el siglo IX- y con futuro. Según el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Cataluña (el gobierno catalán), el porcentaje de ciudadanos que votaría ‘sí’ en un referéndum por la independencia ha subido 14 puntos en dos años, situándose en un 57 por ciento.
Este dato es sorprendente para los soberanistas y preocupante para los partidarios de mantener el statu quo, que prefieren no ser llamados “unionistas”, aunque lo sean. Así las cosas, parece que la independencia de Cataluña se pudiera proclamar mañana. No es tan sencillo ni tan cercano. Pero es un debate real.
Que la conciencia soberanista aumente como la espuma obedece a factores económicos y sociales, por lo que existe el temor de que, de la misma manera que crece, se hunda. Cataluña ha querido reformar (modernizar) a España durante décadas; ha sido el motor industrial y cultural.
Pero algo se rompió; ser catalán es incómodo, como me dijo hace unos años un antiguo director de diario nada sospechoso de ser independentista:“¡Qué cansón es ser catalán! ¡Qué condena! Todo el tiempo tienes que dar explicaciones”.
Los catalanes no somos una etnia ni queremos serlo, ni un pueblo elegido ni mucho menos una raza: somos una sociedad abierta.
Es conocido el lema catalán posfranquista ‘Catalunya, un sol poble’ (Cataluña, un solo pueblo), que escenificaba la integración de las personas que vinieron a Cataluña en la década de los 60 desde otros puntos de España, buscando una oportunidad, escapando del hambre que dejó la Guerra Civil y el franquismo.
Esas personas echaron raíces en Cataluña y ellos, como sus hijos y nietos, son tan catalanes como los que llevan aquí cien generaciones. A lo que íbamos, Cataluña es un país integrador, tierra de paso y de frontera. El anterior presidente de la Generalitat fue José Montilla, socialista, nació en Córdoba (Andalucía), y llegó a Cataluña de preadolescente, y ha sido presidente.
En Cataluña vivimos 7,5 millones de habitantes en pie de igualdad, somos -por lo menos- bilingües y tenemos una paz social envidiada con un 16 por ciento de población inmigrante. Cataluña, como el resto de la Unión Europea, vive sacudida por una crisis económica que está provocando estragos en la sociedad: casi un 24 por ciento de desempleo y la laminación constante de servicios sociales han llevado a muchos a radicalizarse.
Gran parte de los catalanes, con el origen que tengamos, no nos sentimos cómodos en España. Pero es un problema institucional, no a nivel de calle. En los balcones de las ciudades catalanas ondean sin problemas banderas españolas (sobre todo cuando hay victorias de la selección de fútbol) y banderas estelades -la enseña catalana a la que suma una estrella a la manera de Cuba o Puerto Rico-, siendo un auténtico mosaico colorido de debate político. Y con respeto mutuo.
Pero esto del independentismo no empezó ayer: hace más de un siglo se ha ido vertebrando, con altibajos. Otra cosa es por qué ahora. Hay causas antiguas, de subtexto cultural e histórico, y otras contemporáneas, que han creado un fajo de razones científicas. El coctel de todo esto permitió que el pasado 11 de septiembre del 2012, en la conmemoración del Día nacional de Cataluña, más de un millón de personas colapsara el centro de Barcelona, la capital del país, con una manifestación reivindicativa y pacífica, de público familiar.
Esta marcha fue convocada por la Assemblea Nacional Catalana, plataforma no política que agrupa a personas de muchas sensibilidades y que quiso montar una gran reivindicación un día tan señalado.
Y el catalán de a pie, de forma anónima, sin líder visionario, salió a la calle a pedir la independencia. Cataluña jamás ha tenido rey, siempre tuvo príncipes o condes, jamás rey. Quizás por eso no le gusten los liderazgos fuertes y quizás por eso su historia esté repleta de episodios cainitas y desgraciados. El 11 de septiembre del 2012 cambió el cuento.
Esa manifestación obligó al presidente catalán, Artur Mas (de CiU, partido transversal de centroderecha), a adelantar elecciones con el resultado de un Parlamento catalán fragmentado.
CiU ganó pero cayó en apoyos, pero el independentismo en su conjunto subió, merced a Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), histórico partido de izquierdas e independentista. CiU y ERC han dibujado un plan para que el proceso soberanista culmine con un referéndum en el 2014. La intención es hacerlo con diálogo con el Estado español, pero nadie cree que sea posible.
El artículo 1.2 de la Constitución española de 1978 reza: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Según los unionistas, el pueblo de Cataluña no tiene derecho a ser consultado porque no es soberano. Muchos catalanes pensamos que sí, que lo somos si es que decidimos serlo, que cualquier colectivo que se reconozca como tal tiene derecho a la autodeterminación.
El Parlament catalán aprobó el pasado 23 de enero una declaración de soberanía. En Madrid se agarran la cabeza, pero esperan. La estrategia del gobierno central -ahora controlado por los conservadores del discutido Mariano Rajoy, del Partido Popular- es avasallar a la Generalitat, mediante el ahogo financiero sistemático, y cuestionar por la vía judicial todas las competencias y leyes catalanas que se les ocurran.
Cataluña es una de las comunidades autónomas de España y tiene cierto poder legislativo que cada vez se ve más reducido. Es una batalla por agotamiento la que plantea España. Mientras que los independentistas ya han marcado una hoja de ruta quizás un poco precipitada porque no quieren enquistar el proceso.
Obviamente, hay un problema económico de fondo; este quizás es el elemento más poderoso del coctel independentista actual. El déficit fiscal estructural catalán es de entre el 8 y el 9 por ciento del PIB, según el estudio que uno tome de referencia.
Concretamente, la Generalitat estima el déficit fiscal de Cataluña en el 8,5 por ciento del producto interior bruto (PIB). Los contrarios al soberanismo niegan la cifra mayor, consideran que si los catalanes pagan más es porque su renta es superior a la media española y por eso aportan más, que no pagan las comunidades, sino los contribuyentes.
“Claro que los impuestos los pagan los ciudadanos y no los territorios. Lo que algunos parecen olvidar es que en los países federales los ciudadanos pagan impuestos tanto al gobierno federal como al territorial”, replica el exconsejero socialista de Economía Antoni Castells.
El gobierno español no da ni dará nunca la razón a la Generalitat porque necesita de la aportación catalana. Ángel de la Fuente, miembro del Instituto de Análisis Económico (CSIC), sí reconoce el problema del déficit fiscal catalán, que cifra también en un 8,5 por ciento, pero considera que no es un mayor problema, ya que en Estados Unidos varios estados miembros tienen tasas de retorno menores que las de Cataluña respecto al poder central.
Pero no todo es dinero. ¿Y el cariño? Valga la opinión del catedrático de Economía de la Universitat de Barcelona Germà Bel: “En las relaciones carentes de respeto y basadas en el interés material, todo lo recibido es poco y todo lo dado es demasiado. En tales casos, lo único claro es que la relación no funciona. Y, llegados a este punto, es momento de tomar decisiones”. Bel, además de ser un reputado académico, fue diputado socialista en el Congreso de los Diputados español. Un hombre que creía en el federalismo, que ha caído del caballo y, con números, defiende que el modelo actual no vale, que hace falta más libertad para los catalanes.
Hay que recordar a Séneca: “Ninguno ama a su patria porque es grande, sino porque es suya”. Y muchos catalanes, sin importar el origen o el apellido, incluso la lengua, nos sentimos solamente catalanes, sin perjuicio de España. Queremos que sea nuestra vecina y amiga.
Los motivos del ‘no’ son muchos, pero básicamente son estomacales, o sentimentales si se prefiere. Se giraron las tornas: hace 20 años, el independentismo apenas tenía argumentos románticos o identitarios porque los económicos no se conocían.
El Estado del Bienestar en Cataluña está en peligro por el ahogo financiero de Madrid. Los partidarios del ‘no’ cambian el objetivo de las críticas, consideran que es la mala gestión de la Generalitat la que provoca tantos desmanes.
Muchos temen una ruptura social y cultural en la sociedad catalana. Tal amenaza no es real. No se persigue a nadie por hablar en castellano ni se impone el catalán. Lo que muchos nacionalistas españoles, disfrazados de ‘ciudadanos del mundo’, no aceptan es que aquí exista un telón de fondo distinto al suyo: el español. Barcelona es una de las ciudades más cosmopolitas y atractivas del mundo, y es nuestra capital.
Simón Bolívar dijo que “el arte de vencer se aprende en las derrotas”. Los catalanes conmemoramos cada año la derrota del 11 de septiembre de 1714 en la Guerra de Sucesión Española, nuestro día nacional: quizás ahora haya llegado el momento de vencer. Y en eso estamos.
Acerca del autor
Joan Foguet nació en Barcelona (1980). Reportero de temas políticos y culturales. Ha trabajado en diarios como ‘El País’, ‘Expansión’, ‘El Punt’ y ‘La Razón’.
JOAN FOGUET
ESPECIAL PARA EL TIEMPO